El actor principal dijo la última palabra de la última frase de la última
escena del último acto de la obra.
Ernesto, conmovido, emocionado y eufórico comenzó a aplaudir desde su
butaca. Siguió aplaudiendo hasta que los actores volvieron a salir a saludar. Y
continuó haciéndolo, esta vez en pie, mientras los artistas se marchaban.
La gente comenzó a salir del teatro pero Ernesto seguía tan profundamente
satisfecho con el espectáculo que siguió juntando sus palmas mientras su mujer
le ayudaba a ponerse el abrigo. Y no paró al salir del edificio, ni dentro del
taxi, ni durante la cena con aquellos amigos de ella que a él le parecían
bastante aburridos, ni en la copa que tomaron después, ni cuando estaban
metidos en la cama mientras a ella se le pasaban las ganas, ni en mitad de la
noche que pasó en vela a pesar de las quejas de un vecino, ni en los días
siguientes en la oficina de tramitación de divorcios donde trabajaba.
Su jefe lo llamó a su despacho por las quejas que los clientes le habían
hecho llegar por las ovaciones descontroladas ante matrimonios que firmaban sus
defunciones. Una vez comprobó que todo era cierto, tomó medidas convirtiéndose
Ernesto en la primera persona en aplaudir a rabiar su propio despido.
La noticia del desempleo, unido al continuo palmeo, agravó una
situación difícil con su pareja que acabó en una maleta hecha con prisas y un portazo al que
Ernesto no pudo dejar de aplaudir.
Las noches sin dormir por el sonido no le dejaron disfrutar de una cama de
uno noventa que ahora tenía para él solo. Sus ojos subrayados por el luto apenas se
cerraban contemplando sus manos, rojas, ajadas, heridas y casi en carne viva
por el esfuerzo. Los párpados no llegaban a tocar el suelo cuando el sonido
clap-clap-clap-clap los volvía a levantar.
Pero varias semanas después, una noche, se quedó dormido mientras (aunque
algo más lentamente) seguía aplaudiendo.
Cuando despertó sus brazos, agotados, yacían uno a cada lado de su torso.
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