Señora comprobó la maleta.
Su hijo se marchaba a estudiar a la capital y
quería asegurarse de que no le iba a faltar de nada. Prefirió sacar todo de
nuevo e ir metiéndolo poco a poco mientras lo tachaba de su lista mental.
Introdujo la ropa interior, las camisas, pantalones, chaquetas y el abrigo.
Añadió los zapatos, zapatillas, la bufanda, guantes, gorro y cazadora. Hizo
hueco para el albornoz, el pijama, y la bolsa de aseo. Un despertador, algún
jarabe, pastillas para la tos y antitérmicos.
Señora encontró el modo de meter seis libros de filosofía, algo de música
pop, el cargador del móvil, tapones para los oídos, una cámara de fotos, un
estuche y dos libretas (una de cuadros, otra de líneas).
Empujó fuerte para hacer sitio a un tupper de albóndigas, dos de cocido,
uno de lentejas y tres de croquetas, en vertical metió pan y en horizontal un
cartón de leche. ¡Huevos! Casi se le olvidan los huevos, así que los puso
dentro y los tapó con un nórdico, una almohada, un flexo y una silla ergonómica.
Apurando pudo meter unos preservativos, un bote para la orina, un sobre con
dinero, una brújula y un arma que había podido conseguir gracias a su cuñado
que le dijo que mejor no preguntara.
Viendo que estaba todo bien, encomendó a los santos la nueva etapa en la
vida de su hijo y, por si acaso, se metió en la maleta y la cerró desde dentro.
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