Fabricio limpió el cristal de sus gafas aseguradas a su cuello con una
cuerda burdeos y poniéndoselas en su escasa nariz procedió a la lectura del
testamento.
En frente los herederos se miraban impacientes.
Era voluntad del difunto que sus tierras, eran todo lo que tenía, se
repartiesen por igual entre las personas que pasaba a nombrar.
Escucharon sus nombres sentados en primera fila sus tres hijos, su siempre
hermosa y paciente esposa, su siempre comprensiva y querida segunda esposa, su
siempre joven y cariñosa tercera esposa, su hermano y su pobre tía abuela.
En segunda fila oían lo que les tocaba unos primos lejanos, su socio, sus
seis empleados en la ferretería, su amigo del alma, una chica amantísima de
escasa falda cuyas piernas miraban desde la primera fila, su médico de
confianza y su camarero de cabecera.
En tercera fila sentados en las sillas de la terraza de un bar del barrio
atendían mientras eran nombrados la señora de la limpieza, su mayordomo y la
cocinera, un camello, una meretriz, un capellán y la hermana superiora de un
convento cercano, el alcalde del pueblo donde nació, un músico, un pintor y un
poeta a los que hacía de mecenas, un tipo que apenas conocía pero que le caía
simpático y un famoso limpiabotas.
Sentados en taburetes, en cuclillas o apoyados en las paredes estaban los
integrantes de un equipo de fútbol local, el director y los internos de un
orfelinato, la señorita de la protectora de animales, un chico con chaleco de
una ONG, dos representantes de sendos sindicatos mayoritarios, un macetero con
un geranio y un gato disecado.
Una vez terminada la lectura, Fabricio les entregó a cada uno un documento
con la parte de las tierras del difunto que les pertenecía y entre protestas
fueron saliendo todos de la sala con un papel timbrado y un vaso lleno de arena
en las manos.
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