Atardecía.
Tras una hora y media andando pudo llegar a lo que parecía, más
que una estación de tren, un pequeño apeadero en medio de la nada. La lluvia
hizo que entrara más rápido.
En la sala de espera el segundero de un reloj se dirigía a la parte
superior para ayudar al minutero a marcar las ocho.
Media docena de ancianos, sentados en un silencio sólo roto por las
respiraciones, miraban cada uno el billete de tren color ocre que tenían en la
mano. Con los párpados a media asta sólo un par de ellos repararon en su
presencia.
Él susurró un saludo y se acercó a la polvorienta pegajosa ventanilla.
No tenía ni idea de hacia dónde iban los trenes que pasaban por allí, ni
cada cuánto lo hacían pero tampoco le importaba. Sólo quería llegar a alguna
población lo suficientemente grande como para darle de cenar, alojamiento por
una noche y en la que llamar a los del seguro para que recogieran el coche
destrozado contra aquel árbol en mitad de una carretera perdida.
Le dolía la cabeza pero sólo tenía un rasguño en la frente.
Impaciente, golpeó la ventanilla pero nadie apareció tras ella.
Le dolían los pies. Tenía los zapatos llenos de barro al que se habían
adherido algunos de los billetes de tren del tamaño de un meñique que había por
el suelo. En realidad había gran cantidad de papelitos ocres repartidos por
toda la habitación. Por su color y cantidad parecía un parque lleno de las
hojas que el otoño le roba a los árboles.
Uno de los ancianos tosió y se levantó lentamente. Se acercó al ventanal a
mirar la lluvia con las manos enlazadas en la espalda, sujetando su billete. En
su paseo dejó un caminito entre los tiques del suelo.
Volvió a golpear el cristal acompañándolo ahora de un “¿Hola?”.
Cuando se giró, uno de los ancianos lo miraba fijamente desde sus arrugadas
pupilas. El viejo bajó la mirada hacia el billete que tenía en sus manos y con
un gesto de desagrado, sin darle importancia, lo dejó caer al suelo del que
recogió otro de los billetes que pareció convencerlo más.
Miró el reloj.
Iban a dar las ocho.
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