Había descartado las flores, los bombones y esas cosas. Demasiado simple.
Él quería que fuera mucho más espectacular que una simple cena o un fin de
semana en París.
Cuándo Él le pidiese matrimonio iba a ser algo que Ella jamás olvidara. Iba
a ser la envidia de sus amigas cuando, tomando un café, les contase cómo había
sido.
Ni botellas de vino, ni fresas y champán, ni en lo alto de una montaña, ni
cantando con una banda de mariachis. Lo que tenía en mente iba más por
organizarle una performance, un juego de pistas, rodar un vídeo y proyectarlo
en un cine, llevarla a un pueblo perdido de la sierra donde contrataría actores
para hacer un teatro previo, hacerlo en una balsa a la deriva en medio del mar
o en medio de algún telediario. Aunque todas estas ideas las había
desechado ya porque, en realidad, a Ella no le gustaban mucho estas cosas.
Ella era bastante tímida, sencilla y discreta y no le gustaba
sentirse protagonista de nada por lo que todo esto más que inolvidable la haría
sentir bastante incómoda.
Así que la situación era que Él se estaba estrujando los sesos para buscar
cómo pedirle que se casaran sin lograr nada claro y sabiendo que aunque lo
consiguiera, probablemente, Ella no sólo no lo valoraría sino que podría
sentirse molesta.
Él estaba dando lo mejor de sí y todo lo que iba a tener era un enfado.
Porque Ella era bastante irascible. Un monumental y desagradecido cabreo. ¿Eso
era lo que merecían sus desvelos? ¿Una bronca por ser demasiado extravagante a
la hora de proponerle pasar el resto de su vida juntos?
De nada valdría pintarle la petición en la Gran Vía, saltar en paracaídas
con un anillo desde un avión en llamas o pagar a unos tipos para que la
secuestraran y poder rescatarla con una invitación a ser su esposa. Ni siquiera
comprar un corazón humano en el mercado negro y mandárselo en una cajita a modo
de metáfora. Ella sólo vería en ello un acto excéntrico y lo humillaría delante
de todos como acostumbraba a hacer.
Cuando Ella llegó a casa Él se había marchado hacía unas horas.
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