Sonó el tercer tono.
Tras el cuarto, al otro lado del teléfono contestó una voz femenina.
Al “Dígame” Agustina replicó con un “¿Sabes quién soy?”.
Y enlazó con un “¿Cómo estás?”, un “¡Cuánto tiempo!” y un “¿Qué es de tu
vida?”.
Le preguntó por su matrimonio, sus hijos, sus nietos, su hermano el de
Málaga, el trabajo, la salud (si ya estaba recuperada de lo de la rodilla), las
vacaciones del verano anterior, la última película que había visto en el cine,
si se había terminado el libro que le regaló para su cumpleaños y por el
gato siamés.
Que si había pintado el piso, que si el coche seguía portándose en los
viajes largos, que qué opinaba de ciertas medidas que habían tomado los
dirigentes de un partido político, que ella ya estaba superando lo de su
marido, que los hijos venían de vez en cuando, que lo había pasado “regulín”
últimamente, que se le caían las paredes, que si esto, que si aquello.
Recordó viejos tiempos y propuso verse pronto para tomar un café.
Fue aquí donde la voz femenina hubo de pararle los pies pues tras treinta y
tantos minutos se le hacía tarde y tenía que recoger al niño del colegio, algo
que no podía esperar porque estuviera hablando por teléfono con una
desconocida.
Muy educada, Agustina se despidió con una sonrisa y colgó el teléfono.
Volvió a levantarlo y marcando otro número al azar se dispuso para vencer
otro ratito a la soledad.
Un tono.
Dos tonos.
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