Terminó.
Su novela estaba
acabada. Había cerrado la trama principal, las subtramas, cada personaje había
finalizado su particular camino y se daba una respuesta clara a cada
interrogante planteado en el primer acto. Y así lo aseguraba la palabra fin.
Sin embargo, había
un par de aspectos que quería desarrollar. Dos elementos sin apenas importancia
sobre los que había pasado por encima, pero que quizás si los abordara darían
una sensación de cierre total a la obra. Aunque, claro, eso supondría más
trabajo, pero si había esperado tanto tiempo cuidando cada detalle de las mil
ciento doce páginas de aquella novela, bien merecía retrasar un poco más el
momento de darla por consumada.
Así que decidió
incluir un epílogo.
Fue una tarde
larga, solo descansó para hacer un poco de café y fumar un cigarro mirando por
la ventana. Cerca de la medianoche se agarró el cuello con un gesto de dolor,
pidió comida a domicilio, continuó escribiendo, recibió la cena y la manducó,
continuó escribiendo, atendió (mal) una llamada de teléfono, escribió, terminó
el café que quedaba en la jarra, escribió, pagó el alquiler vía la plataforma
de Internet de su banco, escribió, cumplió cuarenta y tres, apagó el teléfono,
ignoró el telefonillo repetidas veces, escribió, molió los últimos granos de
café que tenía en la despensa, escribió, releyó lo escrito, corrigió, recibió
la noticia de la muerte de su madre mientras arrancaba otra hoja del calendario, escribió, se ajustó el cinturón al que había
vuelto a ganarle un agujero, se notó mareado, escribió y lo dio por finalizado.
El resultado fue un
epílogo de trescientas páginas que su editor redujo a quince.