Agobiado por la horrible situación económica, Claudio se sentaba en el
alféizar de la ventana y trataba de evadirse de las discusiones con su pareja,
el asfixiante clima de desesperación que lo rodeaba, los gritos, las
discusiones y la llegada de nuevas facturas que a fuerza de no abrirles la
puerta, habían aprendido, hábiles, a colarse por debajo y llegar hasta su mano.
Mirando por la ventana se encontraba, con uno de esos sobres sin abrir en
la mano, cuando se posó un pajarillo a pocos centímetros de él. Podría haber
intentado tocarlo pero no tenía fuerza para mover el brazo. Y en pocos segundos
el animal volvió a levantar el vuelo. Y lo envidió.
Claudio quiso ser un pájaro. Libre. Volar sobre la ciudad. Dejarse mecer
por el viento y sus corrientes. Apoyarse en cables, antenas, árboles,
barandillas, capialzados y espantapájaros. Detenerse a beber en las fuentes del
parque, emigrar en invierno y volver en verano. Estar a la merced de la lluvia,
el granizo, la nieve. Pasar frío. Vivir con el temor constante de que un ave
rapaz diera buena cuenta de él. Intentar esquivar balines de escopeta. Ser
preso de una jaula zarandeada en el mercadillo de los sábados. Ser engullido
por un gato silencioso. Sufrir una disección por un grupo de niños más crueles
que curiosos.
Claudio reparó en que hasta ahora no había pensado en lo que significaba
ser un pájaro y que eso no iba a mejorar su situación. Así que abrió el sobre y
relativizó la importancia de los números que allí aparecían. Concluyó que no
les iba a dar ninguna trascendencia y sonrió en el momento en que su cabeza
golpeó contra la acera.
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